DESDIBUJAR EL MUNDO ES DIBUJARTE A TI MISMO

Devaneos varios que surgen cuando menos te lo esperas. Cosas que un día significaron algo, y no quería dejar en el olvido. Eso es lo que vas a encontrar aquí.

31 ago 2016

LIENZO (#relatosdeverano)


LIENZO
Subió la escalera a buen ritmo, como solía hacer de niño cuando volvía a casa echándole una carrera al atardecer. El crujido del óxido en los peldaños y el canto de las cigarras llegaron a sus oídos con la nostalgia de una canción de verano. Al llegar al descansillo se detuvo unos instantes y lanzó un errático vistazo alrededor: los desconchones de las paredes se habían multiplicado al tiempo que los habitantes del inmueble disminuían. Se percató entonces de que el corredor había empequeñecido a sus ojos, y una paz extraña le invadió. La pesadumbre que supuraban las grietas de las paredes también tenía algo de acogedor. 
El recibidor, hueco y diminuto cual caja de zapatos, devolvió el chirrido de las bisagras sin engrasar. Entró en la casa con una maleta nueva y una sonrisa más nueva todavía. La buscó instintivamente en las fotos que aún colgaban de las paredes, cubiertas por un velo gris, solo para corroborar que no aparecía en ninguna de ellas. Era una sonrisa que había descubierto más allá del mar, y que ahora traía de vuelta para reconciliarla con el muchacho que un día fue. Abandonó su equipaje en la entrada, dejando asimismo la puerta a medio cerrar. Recorrió los pasillos rozando las paredes con los dedos, aspirando el rastro desvaído de sus recuerdos y el intenso olor a polvo y a soledad. El cosquilleo del yeso de mala calidad y de la madera resquebrajada en las yemas le produjo un estremecimiento agradable. 
Una radio arrullaba la calma de la madrugada desde algún punto indefinido de las proximidades. El chico olisqueó, asomado a la ventana de la cocina, una caricia especiada y el delicioso aroma de un guiso casero cociéndose a fuego lento. El bullicio del tráfico había ido escalando poco a poco la ladera plagada de edificios, y un repentino estallido de cláxones le despertó de su letargo. 
Se encontró en la sala de estar, que de tan vacía se le antojaba liberadora. Abrió la puerta corredera del balcón y una bofetada de aire húmedo y sofocante le hizo resoplar. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendió uno. La casa seguía siendo tan umbrosa como el humo de aquel tabaco barato, pero no le importaba en absoluto. 
Aquel era su lienzo ahora. Había vivido en un cuadro inmóvil durante diecinueve años, edad con la que se marchó con la idea de no volver. Dos décadas más tarde todos se habían ido, y con ellos los trazos de una vida monótona que, desde la distancia y la madurez adquiridas, añoraba un poco. 
Enmarcado por las guías desniveladas del ventanal, el paisaje urbano de aquella ciudad que ya no reconocía se desparramaba frente a sus ojos, tan lejos como la vista permitía alcanzar. Y allí, en el límite de lo perceptible, difuso en la bruma del amanecer, el río seguía fluyendo con la misma desidia de siempre. Era lo único que no había cambiado. Sus puentes, sin embargo, ya no ejercían en él la fascinación de antaño. De joven creía que, una vez al otro lado, sería capaz de llegar a donde quisiera llegar. Veinte años más tarde, aún no había logrado encontrar ese lugar soñado. No obstante, empezaba a comprender que hacer altos en el camino, incluso recorrer viejos senderos, no constituía una derrota. 
El sol salió finalmente entre nubes turbias y amarronadas. Abrió los brazos tanto como sus articulaciones le permitieron y, con la colilla entre los labios, trazó unos cuantos giros alrededor de la estancia, con la mirada clavada en la lámpara pasada de moda que nadie se había molestado en descolgar. Cuando notó que empezaba a marearse se sentó en el suelo, inspiró hondo y exhaló un suspiro tembloroso. Hacía tanto calor que hasta respirar suponía un esfuerzo. 
Su mirada se topó con una maceta olvidada cerca de la puerta corredera. Un tenue rectángulo de luz se proyectaba sobre ella, y de entre los tallos marchitos emergía un pequeño brote. El hombre parpadeó, sintiendo hervir las lágrimas en sus ojos. Se acercó a gatas al tiesto y arrancó con cuidado las hojas muertas. 
Sosteniendo el tiesto de arcilla esmaltada entre las manos, contempló la estancia una vez más: las paredes marcadas por muebles ahora invisibles, la oscuridad del pasillo que conducía a su antigua habitación, a la de sus padres, al cuarto compartido de sus hermanas. Cada rincón le devolvía ecos lejanos. Fue a la cocina, donde el agua seguía saliendo a borbotones irregulares del grifo que había dejado abierto, y colocó la maceta debajo del chorro. 
-Eres muy resistente, pequeña bastarda. 
Sonrió para sí, cerró el grifo y colocó la maceta en el alféizar de la ventana. No sabía si había sido feliz en aquel lugar, pero a partir de ahora podía intentarlo. Él también era un bastardo resistente. Una voz desconocida se coló por la puerta entreabierta de la entrada, y él respondió de camino al recibidor. Sus pasos resonaban de un modo diferente en el entarimado. El recién llegado articuló su nombre con sorpresa y la sombra de un abrazo de reencuentro se proyectó sobre la maleta.

Abigail Serrano